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EL TENIENTE I
Escrito por Lena

- Hola. ¿Me recuerdas, ¿verdad?

- Sí, claro que lo recuerdo, teniente.

- Mejor llámame señor, no estoy de servicio ahora.
Espero que me dejes entrar.

- Claro, señor, pase usted, está en su casa.

- ¿No está tu hija?

- No, señor, es viernes y los fines de semana sale con sus amigas y llega muy tarde.

- Claro, ya es toda una mujer. És una lástima, me hubiese gustado verla, seguro que ella también se acuerda de mí.

- ¿Ella? ¿Por qué iba a recordarle? ¿Qué hizo con ella?

- No te alarmes, mujer, no le hice nada que ella no quisiera.
Estás aún más guapa de cómo te recordaba.

Su fuerte mano acariciaba su cara, su mejilla, apartando, detrás de la oreja, un mechón de sus rubios cabellos que rebeldes le cubrían parte del rostro.
No podía disimular sus nervios, sus temblores.
El dedo pulgar se recreaba acariciando sus labios, abriéndolos para acceder a sus dientes, todo ello sin ninguna violencia, antes el contrario, con movimientos suaves y sugerentes.
Pronto entreabrió su boca para recibir su dedo pulgar, para chuparlo mientras miraba fijamente aquellos ojos negros y fríos como dos puñales.
Antonio sonreía, constatando como ella se entregaba.

- Eso es, eso es. Así me gusta.
¿Por qué no te desnudas para mí?

UN AÑO ANTES

Aquel 2040 Alvalle había sido escenario de grandes disturbios y de una peligrosa inestabilidad política. Todo ello había desembocado en que el estado fuese tomado por una junta cívico-militar.
Tanto la policía como el mismo ejército se habían conjurado para dar fin a cualquier disidencia.
Aquella madrugada fueron a buscarlos a su casa, una estancia alejada de la capital. Se los habían llevado a los tres en la oscuridad.
Ni siquiera sabían dónde estaba situada aquella cárcel, suponiendo que de una cárcel se tratara. Encapuchados y dentro de un furgón, impedidos de ver nada hasta llegar a la celda que a cada uno le había sido asignada.

La celda, oscura, con una sola bombilla colgando del techo, sin ninguna ventana que le pudiese servir como referencia del lugar en que se encontraba ni del correr de las horas, estaba únicamente ocupada por dos catres y una taza de wáter que no permitía la más mínima intimidad. así como un pequeño lavamanos.

No sabía con exactitud las horas pasadas cuando aquella puerta se abrió para arrojar a la que supuso sería su compañera de encierro. Fue a acurrucarse en una esquina. Sentada en el suelo, mirando fijamente a la pared que tenía enfrente, parecía estar en estado de shock.

- ¡No te acerques! ¡No me toques! ¡Estoy sucia! Déjame, solo quiero morirme, desaparecer.

Quería acariciarla, tranquilizarla, pero ella rehusaba cualquier contacto. Sería mejor dejarla en paz con su sufrimiento.
De pronto arrancó a llorar, entre estremecimientos.

- ¡Soy una traidora! Una asquerosa traidora. Se lo he dicho todo…Todo…

¿Te han torturado?

- ¿Torturado? No, no les ha hecho falta. No sabes lo que son capaces de hacer…No lo sabes.

Habían pasado muchas horas, quizá estaban en la mañana siguiente, no había forma de saberlo, más allá del hambre que sentía, no tenía otra referencia, cuando se abrió de nuevo aquella puerta.

- Tu, toma. Come, te hará bien.

Le acercó un tazo, con algo que parecía carne triturada. Tenía que cogerla con las manos. para llevarla a la boca. El hambre le pudo más que el asco que aquello le producía.

- Y tú, puta, quítate la bata y ponte esta ropa, es la que llevabas cuando te apresamos.
Estás de suerte, pensábamos liquidarte o venderte a un prostíbulo, pero el comandante se ha encaprichado de ti y quiere llevarte a su casa. Ya puedes estarle agradecida.
Date prisa

- Termina de comer y lávate las manos. Ahora vendremos por ti.

Vió salir a aquella mujer, ni siquiera sabía su nombre, estaba segura de que nunca más la volvería a ver.
Tuvo que secarse las manos en aquella bata gris, la bata de las presas y esperó llena de miedo. No recordaba haber sentido nunca tanto.

- Vamos, esperamos que te portes bien y no tener que ponerte las esposas.

Cogiéndola por sus brazos, cada uno por un lado, aquellos dos soldados le obligaban a recorrer el corredor. Un pasillo iluminado por luz eléctrica, impidiéndole, como desde que había sido llevada allí, saber en qué momento del día o de la noche se encontraba. Había celdas, completamente cerradas a ambos lados, el único sonido eran sus propios pasos, el de sus guardianes y los sollozos de una mujer, que llegaban de una de aquellas celdas.

Lo que vió en aquella habitación solo hizo que se intensificaron sus temores, no era un espacio de interrogatorios como los que había visto en alguna película, nada de esto, su esposo, atado en una silla, la miraba, con los ojos muy abiertos, casi desorbitados.

- Adela, cuarenta y seis años, esposa de Pablo Gutiérrez. Es esto ¿No?

- Sí, mi teniente.

- Aplicar el procedimiento habitual; quitarle la bata y atadla en la camilla.

- ¡Ella no sabe nada! ¡Déjala!

- ¡Cállate maricón! Ya sabemos que ella no sabe nada, pero tú sí y nos lo vas a decir.

- No está nada mal por la edad que tiene. ¿Verdad muchachos?

- Sí. mi teniente. De lo mejorcito que hemos tenido por aquí.

Adela temblando, no opuso ninguna resistencia, sabía de antemano que hacerlo solo le comportaría más problemas.

- Buena chica. Ponerle la inyección.

Su conciencia se nubló, sin llegar a perderla, ya no temblaba, en realidad ya no sentía ningún temor, más bien una sensación de relajamiento placentera.

- ¿Vas a cantar o no?
¿No dices nada? ¿Tan poco te importa tu esposa? Sois todos unos mierdas.

Sujetada, por las muñecas y los tobillos a aquella negra y acolchada camilla, con las piernas abiertas, con su cuerpo totalmente a la merced de aquellos soldados. Adela miró a su esposo ¿La iba a sacrificar por la causa de la disidencia?

- Traedme el bote de ungüento.

Acariciaba sus senos, sus pezones. Se recreaba en ello a la espera de que se vieran cumplidas sus órdenes.

- Esto te va a gustar, os gusta a todas.

Vió como ponía sus dedos en aquel bote y dirigia su mano hacia su sexo.

Acariciaba su clítoris con maestría, aplicándole aquel ungüento, fuese lo que fuese. pronto sintió arderlo, el arador se extendía a todo su sexo, la excitación, aunque no querida, se expandia por su cuerpo.

- Mira a tu esposo, míralo. Que vea la cara de viciosa que se te está poniendo.

Levantaba sus nalgas tanto como le permitían las ataduras, su pubis parecía buscar una polla que satisficiera su intenso deseo de sexo.

- ¿Sigues callado? ¿Qué pasa? ¿Quieres ver como la follamos?

Mientras aquel hombre seguía acariciando su clítoris su esposo bajaba la mirada para no seguir viendo aquello.

Pronto el placer se adueñó de ella. Un orgasmo interminable se hizo con todo su ser, mientras seguía sintiendo como su clítoris era acariciado, no podía reprimir sus gemidos, nunca supo cuánto duró aquello, solo que nunca terminaba, creyó desmayarse. Mejor hubiese sido así.
Yacía, abatida, agotada, en la camilla.

- Desatadla y ponerle las muñequeras. La quiero de pie, colgando de la anilla del techo.

Su agotamiento le impedía ofrecer cualquier resistencia.

- Ponedle la otra inyección, la quiero en plena forma, esto no ha hecho más que empezar y la mordaza, la de la bola agujereada. Ya sabéis que me gusta verlas babear.
¿Y tú? ¿Sigues sin decirnos lo que queremos? Por lo visto te importa bien poco lo que hagamos con ella.

Los codos le llegaban justo a la altura de su cara, estaba desnuda y totalmente accesible. Aquella inyección le había despejado totalmente la mente, dándole un nuevo vigor a todo su cuerpo

- Joder, que buenas tetas tiene, teniente.

- ¿A que dan ganas de sobarlas?

- De sobarlas y de chuparlas, mi teniente.

- Toda tuya, pero sin follarla y mucho menos dañarla.

Se preguntaba el porqué de no sentir asco, de no poder controlar la fogosidad que aquello le producía, de que sus pezones se pusieran tan erectos como se ponían, al contacto de aquellas manos, de aquella boca chupando sus senos, mordisqueando sus pezones.

- Vaya puta está hecha. Apártate, trae el ungüento y un consolador y déjala para mí.

Durante lo que le pareció una eternidad la estubo penetrando con aquel consolador, untado de aquel terrible ungüento, que hacía que su sexo ardiera, su sexo y su mente.
Una y otra vez la llevaba hasta el límite, después paraba, para volver a empezar. Sin quitarse ninguna prenda su ropa militar, restregaba su pene, durísimo, en sus muslos. Con los senos llenos de sus propias babas, no podía apartar sus ojos vidriosos de la mirada de aquel hombre, de su cínica sonrisa, de las braguetas, hinchadísimas de los dos soldados. Sus papilas olfativas saturadas de olor a macho.

- Ahora harías cualquier cosa con tal de que te clavara la polla. ¿Verdad perra?

Con la mano libre acariciaba su cuerpo, sus nalgas, su ano.

- Vaya, eso si que no me lo esperaba, lo tienes completamente roto. Seguro que no ha sido el maricón de tu esposo quien ha estado disfrutando de esto.
¿No vas a decir nada cornudo? ¿Es que te gusta verla así? ¿Saber que es una puta viciosa?
Vosotros. preparar la colchoneta.

le quitó la mordaza y requirió que su colocara a cuatro patas sobre la colchoneta, no tuvo que obligarla a ello, con una simple orden bastó.

- ¡Follatla! Follatla duro. Disfrutad, pero dejar su culo para mí. Seguro que le encanta.

No podía evitar jadear, gemir, había perdido totalmente el autocontrol.

Mientras uno de los soldados la tomaba ella se sujetaba al suelo con una mano, con la otra acariciaba la entrepierna del que tenía enfrente, con la boca entreabierta, deseando le fuese llenada, consuelo que no obtuvo.

- ¡Está totalmente salida!

- Más que salida, necesitada, descontrolada.

- Sí, mi teniente, descontrolada y chorreando.

Fue penetrada por los dos, uno después del otro, con dureza. Por fin alcanzaba el placer, que mientras estaba atada le había sido negada.

- Ahora me toca a mí. Trae un condón.
Póstrate y separa las nalgas con tus propias manos. Estoy seguro de que te va a gustar.

Y, Sí, por tercera vez se corrió. Se corrió enfrente de su esposo.
Quedó tendida en postura fetal, encima de aquella colchoneta. No fue hasta aquel momento que se dio perfecta cuenta de lo ocurrido. Lloraba, la vergüenza le embriagaba, la vergüenza y la certeza de haber sido humillada.

- Teniente. ¿Quiere que traigamos el perro del comandante?

Entonces entendió a la perfección las palabras de la que, por pocas horas fue su compañera de celda. “No sabes de lo que son capaces”

- No, ni que se la follara un perro nos iba a decir nada este cabrón.

- ¿Entonces qué hacemos con ella? ¿Le tatuamos el número para el expediente, como a todas?
- No, ella no pertenece a la disidencia, no tiene por qué haber expediente. Aún no sé qué querrá hacer con ella el comandante, de momento llevarla a su celda y le dais un somnífero, que duerme tranquila.
Llevadla a la celda y traed a la hija.

- ¡No! ¡No! ¡A ella no! Solo tiene dieciséis años, es una cría. Os lo diré todo, todo lo que queráis, pero a ella no. Por favor ¡A ella no!

- Vaya, ya veo, igual tendríamos que haber empezado por aquí.

Apoyándose en aquellos hombres apenas podía andar. Gracias al opiáceo que le administraron pronto se durmió, en medio de una nube mental.

Acababa de despertarse cuando oyó la puerta abrirse.

- Levántate, venga, levántate.

- Mi hija, mi hija. Quiero ver a mi hija.

- ¿Quién crees que eres? ¿Así te diriges a un oficial del ejército?

- Por favor señor, déjeme ver a mi hija.

- Así está mejor.
Pronto la verás, cuando hayamos comprobado que lo que el cornudo de que esposo ha confesado es verdad y los hayamos arrestado a todos los de su célula os soltaremos. Es solo cuestión de dos o tres días.
Ella está bien y lo seguirá estando mientras tú no hagas tonterías y seas obediente.
¿Por qué lo vas a ser verdad?

- Sí, sí, señor.

- Entonces demuéstramelo. Ayer me quedé con ganas de que tragaras mi leche.

No tuvo que decirle nada más, sabía lo que tenía que hacer, lo que le estaba ordenando aquel hombre. Adela se arrodilló delante de él e hizo lo que se esperaba de ella.

- Así, así muy bien. eres una buena mamona.
¡Traga! ¡Traga puta!

No sintió ningún pudor, había perdido cualquier atisbo de amor propio. Aquel macho podía hacer con ella lo que quisiera.

- ¿Volver a verlo, antes de que nos liberen, señor?

- Por descontado que sí. ¿O prefieres que te entregue a la tropa?
- ¡Oh! No, señor.
¿Y mi esposo? ¿Qué va a ser de él, señor?

- Olvídate del cornudo, le van a caer unos cuantos años de cárcel.
Si es listo, con suerte, nunca sabrán que fue él quien les delató.

- Señor, quería pedirle una cosa, si es posible, señor.

- ¿Qué quieres ahora?

- Si pudiera ducharme, señor.

- Sí, claro, ordenaré a la brigada que te lleve a la ducha. Seguro que le encantará divertirse un rato contigo.

- Pero…Pero, señor, yo nunca he estado con otra mujer.

- Esto no és ningún problema. Ella sí.


Licencia de Creative Commons

EL TENIENTE I es un relato escrito por Lena publicado el 26-08-2023 22:12:24 y bajo licencia de Creative Commons.

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