Traicionado y esclavizado 12
Escrito por Jorge Jog
Emilio no había mentido ni exagerado. Dos días después las noticias comenzaron a propagarse y empezó a sentirse la agitación en las calles. Se supo que el régimen estaba a punto de caer y que lo primero que habían prometido los rebeldes era liberar a los esclavos. David y yo estábamos entusiasmados y aquellos días vimos por primera vez en nuestros compañeros, además de odio y desprecio, una nueva emoción: miedo. Miedo de nosotros, de lo que pudiéramos hacer al volver a ser sus iguales. Fue una sensación realmente agradable.
Jose, también enterado de los inminentes acontecimientos, hizo oídos sordos y me dejó bien claro que de momento seguía siendo su esclavo y que habría que esperar en cualquier caso a ver en qué quedaba aquello. Igual solo era una algarada que sería rápidamente sofocada. Yo no pude más que seguir sirviéndole fielmente y esperar. Mientras Jose siguiera manejando mi collar, su dominio sobre mí continuaba siendo absoluto.
Al fin, un par de días después, el gobierno entregó el poder a la Resistencia. Afortunadamente, al haberse puesto el ejército del lado del movimiento rebelde, la transición fue pacífica y apenas hubo incidentes o heridos. El jefe de la Resistencia asumió interinamente el poder e inmediatamente convocó elecciones, dando un plazo adecuado para que toda la maquinaria democrática pudiera volver a ponerse en marcha. No obstante, cumplió su promesa. Su primera medida como presidente fue emitir un decreto ordenando la liberación inmediata de todos los esclavos y la restitución de sus bienes, a la vez que anunciaba importantes compensaciones. Se dejó dos opciones a los dueños de esclavos: podían llevarlos inmediatamente a las estaciones de policía para que fueran liberados o podían esperar a que la policía acudiese a sus domicilios a buscarlos. Paradójicamente los collares, que habían sido nuestra pesadilla tanto tiempo, se convirtieron en ese momento en nuestros mayores aliados. Gracias a ellos todos los esclavos estábamos perfectamente registrados y localizados, lo que disminuía drásticamente el peligro de que algún amo pudiera sentir la tentación de ocultar y encerrar a sus esclavos, o incluso hacerles daño.
Jose, en su línea, me dijo que si pensaban que iba a llevarme a la policía que esperasen sentados, que él no tenía la menor intención de hacerlo. Parecía no terminar de aceptar lo inevitable. Me resigné a continuar siendo su esclavo durante un tiempo indefinido, ya que suponía que el proceso de ir a domicilio a buscar a los esclavos llevaría tiempo para organizarse y realizarlo. Pero estaba completamente equivocado. Al ser mi amigo Emilio uno de los cabecillas de la Resistencia, se ocupó personalmente de que uno de los primeros liberados fuera yo. Y así, aquella misma tarde llamaban a nuestra puerta dos policías.
-Buenas tardes -saludó el que parecía de mayor rango cuando Jose abrió la puerta-. Tenemos noticias de que aquí reside D. Ramón Molina, ¿es así?
Jose asintió, aturdido, mientras yo aparecía por una puerta, tímidamente. Mis anteriores experiencias con la autoridad no habían sido precisamente agradables. En cuanto me vio, el policía me hizo señas de que me acercara y me dijo en tono oficial mientras me mostraba un papel:
-D. Ramón Molina, en virtud de esta orden le son desde este momento restituidos todos sus derechos como ciudadano. Asimismo, todas aquellas posesiones que le fueron arrebatadas volverán a su propiedad -y, volviéndose al policía que le acompañaba, le ordenó: -Proceda, agente.
El otro policía sacó un extraño objeto, que parecía algo así como una tenaza electrónica -luego supe que lo había desarrollado especialmente para esto la Resistencia- y, con cuidado, lo puso abrazando mi collar. Entonces pulsó un botón y en un segundo el collar se partió en dos, siendo recogido por el mismo policía cuando cayó de mi cuello. La sensación de alivio que experimenté al perder de vista aquel artefacto diábolico no se puede expresar con palabras. El de mayor rango continuó:
-Lo conduciremos ahora adonde desee, D. Ramón -me parecía increíble ser tratado así-. Si no tiene un lugar donde quedarse, lo llevaremos a uno de los hoteles provisionalmente dispuestos para tal efecto. ¿Tiene usted algo para vestirse?
¡Claro! Estaba tan acostumbrado que ni siquiera recordaba que estaba completamente desnudo, incluso sin el taparrabos, ya que Jose me tenía prohibido usarlo en casa. Me volví hacia él interrogativamente.
-Sí, sí...-balbució Jose. Estaba totalmente superado por la situación-. Sus cosas están en mi armario. Vamos…
Nos dirigimos hacia la habitación de Jose, seguidos por el policía que me había quitado el collar, al que su superior había ordenado que nos acompañara. Llegamos y, efectivamente, gran parte de mis ropas estaban en el enorme armario del cuarto. Incluso estaban allí mi ordenador y mi teléfono móvil. Me extrañó que Jose hubiese conservado todo aquello. Igual, en el fondo de su corazón, intuía que algún día, por alguna circunstancia, iba a tener que liberarme. Me puse lo primero decente que encontré y, a continuación, empecé a meter lo que pude en un bolso de viaje que estaba allí y que también anteriormente me había pertenecido. Mientras hacía esto, Jose le dijo, en tono suplicante, al policía:
-¿Podría hablar con el esc… con D. Ramón un momento a solas, por favor?
El policía vaciló, se veía que había recibido órdenes de vigilar a Jose en todo momento, pero accedió:
-Estaré aquí fuera, en el pasillo -dijo. Y añadió a modo de advertencia: -Tenga en cuenta que ahora D. Ramón es de nuevo un ciudadano de pleno derecho y cualquier agresión será punible.
-Sí, sí… quede tranquilo -dijo Jose, apresurándose a cerrar la puerta. En cuanto lo hizo se volvió hacia mí y me dijo agitadamente:
-Ramón, ahora eres libre, pero no tienes por qué marcharte. Yo sé que tu lugar está aquí, siendo mi esclavo. Sé que has disfrutado de estos meses y que solo vas a ser feliz sometiéndote a mí. Piénsalo, ahora puedes decidir libremente. Si te quedas serás mi esclavo, pero podemos negociar límites y condiciones que respetaré escrupulosamente. ¿Qué dices, Ramón? ¡Quédate! ¡Este es tu sitio!
Sin poder creer lo que oía y pensando una vez más que Jose no estaba en sus cabales, me quedé unos segundos parado mirándolo, hasta que todo lo que llevaba dentro afloró y comencé a hablar:
-Jose, te creía un amigo y no tuviste el menor problema en traicionarme y ponerme en manos de una sociedad infinitamente hostil hacia la gente como yo. Incluso utilizaste unas fotos, sacadas también a traición, de una de nuestras sesiones, en las que yo me entregaba confiando absolutamente en ti. Arruinaste mi vida sin vacilar un segundo, me has encerrado, me has privado del uso de la palabra, me has golpeado, me has torturado, me has humillado y vejado de mil maneras… ¿De veras piensas que lo estaba disfrutando? Deja que te diga algo: muchas veces lo único que me mantenía en pie era imaginarte sufriendo, contrayendo una enfermedad terrible, regodeándome visualizando tu dolor…
La cara de Jose escuchando esto era todo un poema. Comenzó a contraerse en una mueca de dolor, mientras se ponía completamente pálido. Y yo no había acabado aún:
-Que te quede clarísimo que ni muerto sería voluntariamente tu esclavo. De hecho, este cambio de circunstancias ha evitado que me quitase la vida, algo que pensaba hacer -aquí su expresión de horror fue inenarrable. Yo concluí: -Eres una persona completamente despreciable y me voy a ocupar de que todo el mundo sepa lo que me hiciste. Y, además de eso, te aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para arruinar tu vida como tú no vacilaste en hacerlo con la mía…
Dicho esto, y mientras Jose retrocedía espantado, como si hubiese recibido un bofetón, terminé de meter las cosas en la bolsa y me encaminé a la puerta. Antes de que saliese, Jose me tomó de un hombro y trató de impedirlo:
-Ramón, escucha… por favor…
Ahí ya no me contuve. Me volví y, de improviso, le solté un rodillazo en los huevos con todas mis fuerzas. Por supuesto él era mucho más fuerte que yo, pero el golpe le pilló tan inesperadamente que se dobló de dolor, cayendo de rodillas al suelo. Así lo dejé mientras salía de la habitación y me reunía con los policías.
Les pedí que me condujesen al hotel, ya que el piso en el que yo vivía de alquiler ya no estaría disponible. No obstante, en cuanto me hube instalado, volví a salir. Tenía aún un asunto pendiente. A pesar de que la gente me miraba por la calle (mi cabeza completamente calva aún denotaba mi reciente estado), la sensación que tenía al volver a caminar, dueño otra vez de mi destino, era indescriptible. Sentía una plenitud tan grande que parecía flotar mientras caminaba.
Pronto llegué a mi destino y llamé a la puerta. Mi padre salió a abrir. Se quedó de piedra cuando me vio, y balbuceó:
-Ramón… hola… supongo que ya eres libre otra vez… me alegro mucho por ti, hijo…
-¿Te alegras Papá? -le espeté agresivamente mientras me encaraba a él, que retrocedió turbado mientras yo lo empujaba hacia dentro-. ¿Estás contento? ¿Tan contento como cuando te pusiste del lado de la persona que había arruinado mi vida? ¿Como cuando alabaste su labor al hacer de mí “alguien útil”? ¿Cómo cuando me insultaste, me humillaste, me torturaste y me azotaste? ¿ASÍ DE CONTENTO, PAPÁ? -le grité.
Él quedó pegado a la pared, completamente aturdido por la vergüenza y la turbación. Yo continué:
-Sé que no he sido un buen hijo, pero tu comportamiento no tiene nombre. No quiero volverte a ver jamás, Papá, ¡JAMÁS! Y espero que lo pagues, en este mundo o en otro.
Me erguí y caminé hacia la puerta. Antes de salir, no obstante, dije dirigiéndome a mi hermano, que había asomado por la puerta, completamente atemorizado por lo que estaba escuchando:
-La próxima vez que venga por aquí será para reclamar mi parte de la herencia…
Y salí. Respiré hondo y me sentí como si me hubiese quitado un terrible peso de encima. Entonces, ya satisfecho, fui a buscar a David. Una nueva vida juntos nos esperaba…
Continuará...
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