El cascarón
Escrito por RubenControlTotal
Le seguían llamando Antoñito, a pesar de que a los 15 años sus hechuras eran ya cercanas a las de un hombre. Su candidez, sin embargo, le emparentaba con un osito de tómbola. Antoñito amaba a Celia, la compañera de colegio que se sentaba en la mesa de al lado. Dulce y callada, sus ojos claros traspasaban a nuestro amigo cada vez que le miraba. Antoñito amaba a Celia, pero ésta no lo sabía. Nunca lo sabría: el amor del muchacho era puro y perfecto. Se imaginaba a sí mismo como una especie de héroe salvando a su dama de todo tipo de malos encuentros: con el abusón de clase, repetidor eterno con más altura que cerebro; o con el conserje, un viejo gordo y huraño que no disimulaba ante los niños el odio que les tenía; o con la profesora de educación física, una especie de valkiria que parecía disfrutar torturando a sus alumnos con el uso de aparatos obsoletos como el potro o el plinto.
Después de las clases, Antoñito siempre acompañaba a Celia hasta su casa, con el pretexto de que le pillaba de camino hacia la suya... Algo no del todo cierto, pues el desvío que tenía que tomar entonces era considerable. Pero adoraba volver junto a ella; apenas intercambiaban unas palabras en todo el camino, pero para él era el mejor momento del día.
Un día, Celia no volvió con él: dijo que tenía que asistir a clases de apoyo. Antoñito no lo comprendía del todo, porque las notas de Celia no eran malas; todo lo contrario, eran mucho mejor que las suyas propias. Bien es cierto que conocía a su madre, una mujer rígida como una vara que exigía a la nena más y más, a medida que pasaban los cursos escolares.
Fue algo que destrozó al muchacho: cómo la echaba de menos.
En poco tiempo, sus notas empeoraron, con el consiguiente enfado de sus padres. ¿Qué podía hacer? No podía evitar sentir de aquella manera. Se lamentaba de esta suerte mientras volvía a su casa, cuando la idea le cayó encima como quien recibe un balonazo: sus notas habían empeorado porque echaba de menos a Celia; por tanto, debería asistir a clases de apoyo. Donde también estaba su amor... Problema solucionado por partida doble.
Volvió corriendo al colegio, para solicitar a su profesor dichas clases. Al llegar allí, se encontró con que ya no quedaba nadie: el patio, los pasillos y las aulas, vacios. ¿Dónde se impartían las clases de apoyo, entonces? Estaba por desistir y volver a su casa, cuando escuchó un murmullo al fondo de la galería. Posiblemente allí encontraría a alguien que le informara.
La puerta de aquella sala acristalada estaba cerrada, pero se distinguía luz por entre los resquicios de los estores bajados. El murmullo se hizo algo más audible. Antoñito no quiso ser inoportuno y, antes de llamar a la puerta, quiso ver primero quién había dentro. Encontró un hueco en una de las cristaleras, donde el estor había topado al caer con un archivador. Desde allí pudo distinguir al conserje y a la profesora de gimnasia que parecían jalear a dos personas más: uno que estaba de cara a la pared y con los pantalones bajados, y otra tumbada sobre una mesa con las piernas abiertas.
¡Era Alberto, el abusón de la clase, empotrándola como un toro, mientras ella se llenaba la boca con la polla del conserje!
Antoñito sólo fue capaz de salir corriendo de allí. En su mente, una imagen quedaría grabada para el resto de su vida: un momento antes, creyó ver que Celia le había descubierto; la nena no paraba de mirar hacia aquél hueco en la cristalera, sonriendo...
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