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Amal, el tendero
Escrito por Lena

Se encontraba absorta en su trabajo cuando recibió aquel mensaje:

“Amal te tiene ganas y quiero que seas amable con él”

“Por favor, Don Ricardo, no me pida esto, ya sabe que soy débil”

“¿Ahora de ser puta le llamas ser débil?
Haz lo que te digo y hazlo rápido, aprovecha que el maricón de tu esposo está de viaje.
No querrás que me cabree contigo. ¿Verdad?”

No contestó a este último requerimiento. No hacía falta, sabía que lo haría, que tenía que hacerlo. Aquel hombre, aquel viejo vicioso, sin poderse explicar cómo, la había secuestrado anímica y sexualmente. Ella, una mujer, hasta entonces, respetable y respetada.

Hizo lo imposible para concentrarse en los expedientes que tenía sobre la mesa y, antes de lo habitual, fue a su casa. Intentó comer algo, pero casi no podía tragar. Lo poco que pudo digerir, lo acompañó con varias copas de vino, era la única manera que podía conseguir el valor que le hacía falta.
No le gustaba aquel hombre, no le gustaba desde el primer día que lo vio. Le violentaba la forma en que la desnudaba con su mirada y evitaba, en lo posible, ir a comprar en la frutería que regentaba, situada en los bajos de su bloque, en el cual él y su esposa ocupaban, además de aquel comercio, el primer piso.
Se quitó el sujetador y abrió un botón más de lo que acostumbraba de su blusa blanca y haciendo de tripas corazón, intentando controlar sus nervios, cogió el ascensor para dirigirse al destino que Don Ricardo le había marcado.

- Hola, señora Victoria. Dichosos los ojos que la ven, hacía días que no venía. Ya la echaba en falta. Usted dirá que se le ofrece.

- Quería unas mandarinas.

- Acercase, le daré una bolsa y usted misma las escoge.

La mirada de aquel hombre se posó en su busto, desnudándola, Victoria, sin decir nada, forzó una sonrisa mientras acercaba su mano para recoger la bolsa de plástico supuestamente reciclable.

- Hoy está usted francamente guapa. Bueno, siempre lo está.

- No sé por qué dice eso con lo hermosa que es su esposa y más joven que yo. - Ya, pero no viste como usted, las mujeres de aquí saben cómo vestir para gustar a los hombres. Hasta el color saben aprovechar.

- Será porque ustedes no les dejan.

- Ni a ellas se les pasaría por la cabeza, si usted fuese mi esposa tampoco podría ir así. Por mí sí, claro, pero estarán los familiares y los amigos, pensarían que es… Bueno, ya me entiende.
- ¿Esto es lo que piensa de mí?

- No es lo que he dicho, no me malinterprete. No quería ofenderla.

- No, no pasa nada. De verdad.

- Lo que ocurre es que los hombres pakistanís somos más fogosos que los de aquí. El mundo está mal repartido. Nosotros somos más fogosos y nuestras mujeres más reprimidas.

- ¿Y cómo sabe cómo somos las mujeres de aquí? A lo mejor se llevaría una sorpresa. Créame, le hablo por experiencia.

- Vaya, yo le hacía todo el día en la tienda, incluso sábados y domingos.

La conversación se alargaba mientras ella escogía la fruta y parecía que iba por buen derrotero, aunque no era el que ella hubiese deseado.

- Bueno, no todas las clientas vienen a por fruta, o al menos no solo por ella. Pero ninguna tan guapa como usted, créame. Si la trastienda hablara…

- ¿Y su esposa no dice nada?

- Que va a decir si no está dispuesta a satisfacer todos mis deseos.

- Entiendo…

No sabía cómo seguir, era más tímida de lo que Don Ricardo suponía y lo que de seguro le habría contado de ella a aquel hombre.

- ¿No necesita nada más?

- Sí. Un litro de leche, pero no la veo.

- Las leches están al otro lado, en el pasillo, donde están las latas. Puede ir a buscarla si quiere.

No necesitaba para nada un litro de leche, pero ya que la iba a comprar buscaba la marca que siempre tomaba, cuando sintió aquellos pasos a su espalda.

- ¿No la encuentra?

- Sí, pero no llego a ella.

Con un pequeño esfuerzo la hubiese alcanzado, pero sabía que aquello era darle una oportunidad a aquel hombre, poco más alto que ella.

- Ya se la cojo yo.

Notó su barriga en el costado y con ello un escalofrío. ¿Cómo era posible que estuviese haciendo aquello? Se preguntó. ¿Cómo había llegado a aquella situación de dependencia de Don Ricardo? Era capaz de cualquier cosa con tal de satisfacerlo, de no contrariarlo. Sintió pena de sí misma.

- Tenga. ¿Seguro que no quiere nada más? Mire qué pepinos tan hermosos me han llegado hoy. Tóquelos, verá, los hay de más finos y de más rugosos. Aunque a ti seguro te gustan más los rugosos.

No le pasó desapercibido el hecho de que había pasado del usted al tuteo. ¿Qué vendría ahora? Fue la nueva pregunta que se hizo.

- Coge uno. Te lo regalo. Mira este ¿O es demasiado grande para ti?

No… No… Está bien.

- Límpialo antes, que no lleve polvo.

- Sí… Sí, claro. - ¿Vas a pagar en efectivo o con tarjeta?

- Con tarjeta.

Parecía que aquello era el fin, al menos el fin de un primer intento, ya que debía cumplir con lo ordenado y sabía muy bien de que se trataba.

- No podrás con todo esto, si quieres te lo subiré yo, sobre las diez, cuando cierre la tienda.

- Gracias, me hará un favor.

- Todos los que quieras, pero antes déjame hacer un selfi contigo, lo mandaré al canal de wasap que tengo con mis amigos de Pakistán, para que vean lo guapas que sois las mujeres de aquí. Así luego podré contarte lo que dicen de ti.

- ¿Un selfi? Pero…

- Vamos. Ni que estuvieras desnuda.

- Está bien.

La rodeó por los hombros, situándose a su lado.

- Vamos, sonríe y ábrete un poco más la blusa. ¿No?

Sin darle tiempo a responder le desabrocho un botón más y él mismo se la abrió dejando al descubierto una buena parte de sus senos.

- Ya está. Seguro que van a tener envidia de mí. Mira, no muestras demasiado, estate tranquila.

Naturalmente, aquello no le gustaba, aun así se esforzó en esbozar una sonrisa.

- Está bien, ya me contará.

- Sí, después te cuento.

Hubiera preferido que lo que tuviese que ocurrir ocurriese ya, faltaba mucho para las diez y cada vez estaba más nerviosa. Intentó leer, pero no se podía concentrar. finalmente optó por ponerse una película, aunque solo se enteraba de parte de ella. Se preparó un gin-tonic, un que no tuvo suficiente con uno. Dos harían que todo fuese más soportable y tres hubiesen sido demasiados.

- Hola, aquí lo tienes todo. ¿Dónde quieres que deje la caja?

- Gracias, en la cocina, por favor, encima de la mesa, después ya lo ordenaré yo. ¿Qué han dicho sus amigos? ¿Les ha gustado la foto? - Sí, mucho, pero mejor no te digo lo que han comentado, ya puedes imaginarlo.
Te he traído algo más, un pequeño regalo.

- ¿Un pintalabios?

- Sí, he supuesto que tú no tendrías de este color y a mí me gusta sentir su sabor cuando beso a una mujer. Vamos, píntate los labios con él.

Para ella un beso era algo íntimo, personal. No podía, no quería, besarse con alguien con quien no tuviese una relación muy estrecha y armándose de valor, así se lo dijo.

- No será que te doy asco. ¿Verdad?

- No, de verdad, no es esto.

- Me había hecho ilusiones, pero mejor lo dejamos aquí. Ya veo que lo único que te gusta es calentar a los hombres. Don Ricardo va muy equivocado contigo, o esto o se ha querido reír de mí. En todo caso ya lo aclararé con él.

- No. No. Lo haré, démelo, lo haré…

- Pues ya estás tardado.

Lo hizo delante de él. Era de un rojo intenso. Seguro que barato, ni siquiera llevaba ninguna marca inscrita. Pensó en cómo debía verse, así.

- Eso es, acércate.

Dejó que la besara, entreabrió la boca y sintió, llena de asco, su lengua penetrándola. Pero aquella sensación duró poco, justo el tiempo en que él le desabrochaba su blusa y acariciara sus senos. Pronto se endurecieron sus pezones. Ya no pensaba en nada, solo sentía y se entregó a aquel beso obsceno, poniendo sus manos detrás de la nuca de aquel hombre.

- Vaya. Por ser que no querías. Hasta té están temblando las piernas. Ven, siéntate aquí.

Había separado una silla de la mesa de la cocina y cogiéndola por un brazo hizo que se sentara.

- Mira cómo me la has puesto.

La mirada de Victoria se dirigió a aquella bragueta exageradamente abultada. Se sentía avergonzada por lo que había acabado de hacer, de su reacción al beso, pero a la vez estaba excitada.

- Seguro que quieres verla. ¿Verdad?
Vamos: Contesta.

- Sí…Señor…

- Mírala, tócala, eso es.
Hazme una paja.

- ¿Qué?

- Que me masturbes ¡Coño! ¿Nunca has hecho una paja a un tío?

- No…

- Espero que al menos sirvas para esto. Lámate la mano y hazme una paja.

No había nada más humillante, para ella, que aquello. Darle placer sin recibir nada a cambio. Absolutamente nada.

- Así, así, con suavidad. Deja de mirar mi polla y mírame a los ojos.
Sigue, sigue.

La mirada de ella era de súplica, mientras él sonreía triunfante.

- Más rápido ahora. ¡Más rápido! ¡Más rápido!

Un rugido antecedió a aquel chorro de semen que roció sus pechos, su blusa.

- Tranquila, volverá a ponerse dura.
Si te vieses ahora. Tendrás algún espejo. ¿No?

- Sí, señor, en el lavabo.

- Llévame a él. Quiero que te veas.

- ¡Oh! ¡Dios mío!

La excitación que le producía verse, con aquellas manchas en su blusa, con el semen resbalando por sus senos, el carmín de los labios ensuciando el lateral superior de su boca, superaba el horror que podría haberle producido el reflejo de si misma que le mostraba el espejo.
Detrás de ella la imagen de Alí, quitándose la camiseta, completaban aquella situación.

- Mírate bien. Tienen razón, mis amigos de Pakistán; eres una puta. Seguro que te gustaría que te vieran así. ¿Verdad zorra?

- Sí…

- Eres carne de prostíbulo. Eso es lo que eres.

Lamia su cuello, mordisqueaba el lóbulo de su oreja. Ahora era ella que se revolvía buscando su boca. Buscando un beso que no llegó.
Cogiéndola de un brazo, la llevó, de nuevo, a la cocina.

- Desnúdate. Quiero verte desnuda.

Después de lo ocurrido ya no sentía ninguna vergüenza en hacerlo, sabía que ahora la tomaría, de hecho hubiera suplicado porque lo hiciera. No sabía que debería esperarse para ello, tendría que ponerse, aún más, en evidencia.

Mostrando su medio cuerpo desnudo, aquel medio cuerpo velloso y barrigudo., se acercó a ella

- Tienes unas buenas nalgas, seguro que a Don Ricardo disfruta azotándolas.

Las sospesaba entre sus manos como si de una res se tratara.

- Esto sí que no me lo esperaba, aún tienes un agujero para abrir. Claro. Don Ricardo no tiene suficiente polla para a hacerlo, ni que decir tiene el inútil de tu maridito. Seré yo quien tenga que poner remedio a ello.

- No, por favor. Me dolerá mucho.

- ¿Cuándo vuelve tu esposo?

- El miércoles, señor.

- Entonces quedan días. Es mejor que hoy te lleves un buen recuerdo.
Definitivamente, con estas tetas, esas nalgas y el vicio que llevas encima eres una buena hembra.

Le ordenó que se abriera de piernas y acarició su sexo, su clítoris.

- Estás chorreando, seguro que deseas que te folle. ¿Verdad?

- Sí, por favor, señor.

- Aún no la tengo suficientemente dura, pero tranquila, mientras tienes con que consolarte.

La empujó de espaldas contra la pared mientras cogía el pepino de la caja y, con malévola sonrisa, lo acerco a sus labios.

- Vamos, límpialo, lámelo, chúpalo como si fuese mi polla.

Ahora era el quién permanencia sentado en la silla, observándola.

- ¡Mírame! Quiero ver tu cara de viciosa mientras te lo clavas.

Más fuerte ¡Joder! Como si te violaran. Seguro que más de una vez has fantaseado con ello.

Sí, había fantaseado con ello, aunque, por nada del mundo, no lo quería en la realidad.

Mientras con una mano se sostenía en la pared para no desfallecer, con la otra se masturbaba con aquella verdura, cada vez con más fuerza, con más furor.

Jadeaba, gemía, sin dejar de mirar sus ojos, mientras su cuerpo se deslizaba hacia abajo en medio de un fuerte orgasmo, que la llevó de rodillas al suelo.

- ¿Acaso te he dicho que pares, zorra?

- No puedo más, por favor, no puedo más.

- Claro que puedes, seguro que puedes, pero está bien, sácatelo y ven a gatas hasta mí.

El cuerpo le brillaba con gotas de sudor cuando se acercó a él.

- Quítame los zapatos y los calcetines. No querrás que me agache. ¿Verdad?

Bésalos, besa mis pies. Lámelos. ¡Levanta el culo! Quiero ver bien tus nalgas.

Postrada, obediente, cuál perra sometida a las maldades de aquel hombre, lamió y beso aquellos pies.

Cuando se levantó de la silla le ordenó ir al salón. Allí hizo que le desnudara, que le quitara los pantalones y los calzoncillos. Arrodillada a sus pies, acercó aquel pene, ahora ya en plenitud, mientras, con una mano cogía su cabeza.

- Vamos, llénate la boca, ahora veremos si eres tan buena mamona como dice tu amo.

La sentía, cada vez más dura y más hinchada, en su boca. Movía la lengua, como había aprendido a hacer, mientras la mamaba, babeando sobre sus pechos.

- Túmbate en la alfombra. Ahora vas a saber lo que es ser follada por un macho.

La penetró de un solo golpe. Sus envites eran duros. El cuerpo de ella le temblaba de puro placer.

- ¿Te gusta, verdad?

- ¡Sí, Sí!

- ¿Y esto te gusta?

Recibió una fuerte bofetada que le giró el rostro.

- ¡Oh! ¡Dios! ¡Siiiii!

Cruzó sus piernas en la espalda de Alí. Quería sentir su polla hasta lo más hondo de su ser.

- Di lo que eres ¡Dilo!

- Soy una puta. Una puta sumisa.

- Eso es. Eso es lo que eres.

Gemía, pronta al orgasmo, cuando él escupió en su cara.

- Sucia viciosa.

Quedó tendida, aun temblando, en posición fetal encima de la alfombra, mientras él recogía su ropa y se vestía.

- Si no fuese porque ya tienes dueño, te haría mi perra, así podría tenerte en la trastienda para que mis conocidos te follaran. Me iría bien para ampliar el negocio.
Aunque pensándolo bien, con la edad que tienes y lo emputecida que estas, no creo que Don Ricardo pida mucho por ti.

- Él nunca haría esto. Nunca me vendería.

- Que poco lo conoces. ¿Acaso crees que serías la primera?

- No podéis hacerme eso. Tengo un esposo, un trabajo…

- Por tu esposo no te preocupes, cuando se enterase de lo viciosa que eres no tardaría en separarse de ti y por lo que hace a tus clientes; si te viesen ahora se mearían en ti.
Ya hablaremos de todo ello.

Cuando oyó la puerta de su piso cerrarse arrancó a llorar.
No podía seguir hundiéndose en aquel pozo. No era solo su matrimonio, su trabajo, era su misma vida, su libertad lo que terminaría perdiendo. Tenía que volver a ser la de antes, la mujer respetable que era hasta que cayó en manos de aquel viejo. Apartarse totalmente de él y de hombres como Amal, esto es lo que tenía que hacer y haría.

Al día siguiente, justo antes de salir del despacho, recibió aquel mensaje:

“Amal ha quedado muy contento contigo. Esta noche, a las diez, te espero, en mi casa, para cenar. Él estará también. Tenemos que habar de que hacemos contigo”

“No me espere. No voy a ir. No quiero saber nada más con usted ni con Amal.”

Esperaba una respuesta airada, que, por descontado, no contestaría, pero esta no llegó.

A las diez de la noche, puntualmente, con su blusa a medio abotonar, sin sujetadores, con los labios pintados de aquel rojo intenso y la mirada baja, en señal de sumisión, llamaba al timbre del piso de Don Ricardo.

- Pasa, te estábamos esperando.


Licencia de Creative Commons

Amal, el tendero es un relato escrito por Lena publicado el 05-10-2023 20:53:02 y bajo licencia de Creative Commons.

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